jueves, octubre 30, 2008

Odio que la Serie Mundial se acabe con un chocolate... aunque sea un chocolate de diamantes.

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Eso. Que no hay emoción...

Que ni el bateador, ni el pitcher, ni el catcher, ni el público pueden saber qué ha sucedido sino hasta unos nanosegundos después del strike.

Son unas milésimas de segundo en la que todo queda congelado. No hay anticipación ni presentimiento...

Según Robert Adair, un físico de Yale, una pelota entre 90 y 100 millas por hora (como con la que ganaron los Phillies éste, su segundo anillo) tarda apenas 400 milisegundos entre el pitcher y el receptor.

Es justo el mismo tiempo que tarda el proceso en que la vista manda el estímulo al cerebro, este lo procesa y manda otra señal a los brazos (o al esfínter, depende a quién le vayas) para que los levantes en señal de victoria mientras tu boca deja salir un grito.

Pos' no me gusta.


Prefiero un elevado a jardín derecho, mientras todo mundo se pregunta si el fielder podrá atraparla o no. Allí sí tenemos varios segundos de suspenso, de angustia, de emocionarnos mientras vemos cómo el jardinero se acomoda, extiende los brazos a sus costados para avisar que lo tiene controlado, que no le estorben; se alcanza a acomodar la gorra y luego levanta su guante y lo apoya con la otra mano, recibe y ya está predispuesto a que en cuanto sienta el contacto va a correr a sumarse a la trenza humana que ya se enreda en el montículo.

Esa. Esa es una emocionante manera de ganarse un anillo.

No como ayer, que Brad Lidge lanza y 400 milisegundos después ya está. Se ha acabado. Y a lo que sigue.


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Jugué baseball cuando niño, en aquellos tremendos 'Monitos de Cera' (ah, lo que es el destino...). Eramos los 'monitos' por descendientes de los 'Monos de Cera' que habitaban el Café Peñita. Justo porque Chuy Valle, Roberto Rodríguez y mi papá lograron conformar un equipo mítico: El Unión Arandas, con figuras nacionales. Así supe lo que era la Liga del Pacífico, un partido -lleno de estrellas que sólo había visto por TV- en la Unidad Deportiva, esas tardes de beis con Ramón 'El Gelatinero' lanzando el dardo para las rifas y, sobre todo, lo que significaban las concentraciones de un equipo profesional.

Estuve sentado a la mesa con cracks como Nelson Barrera, el mejor de todos los tiempos -según muchos-, los Herrera y un entrañable Leo Clayton. Ellos me entrenaron, viajé, me reí, lloré por las nalgadas que me puso Leo cuando me emberrinché por no batear 4to. y le lancé el bat a Rubén Herrera. Yo me sentía ya profesional, uno de ellos, como el chico reportero en Almost Famous.

Con la inmunidad que me daba ser quien era, a mi edad y mis -ahora desaparecidas- habilidades de 3ra. base de los Monitos, no sólo era la mascota y el amuleto del Unión Arandas. Yo era la estrella.


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Como todos los años, el Clásico de Otoño rondaba octubre, en fechas en que toda la familia se reunía para el novenario anual en réquiem de mi bisabuelo. Sospecho que después de años y años seguían recordándolo en parte por el pretexto de juntarse alrededor de la tele y ver la Serie Mundial en cuanto resonaba el amén del rosario.

De ahí viene mi recuerdo más grato de una final. El más emocionante. No como el de ayer de los Phillies, e irónicamente, es de una serie que perdieron justamente los de Filadelfia, en 1993, contra los Blue Jays.

Los Azulejos refrendaban el título, pero nadie les apostaba porque enfrente tenían un equipazo, comandados por Mitch Wild Thing Williams, excepto yo.


Esa fue la mejor manera de ganar una Serie, ni siquiera con una globito a jardín: Con un home run.

Los Blue Jays van perdiendo el sexto juego por una carrera, 6 a 5, con 2 outs, en la 9a. baja. Todos pensaban que esperaríamos otra noche para el juego decisivo... Y entonces llegó Joe Carter, frente a Wild Thing y pegó un batazo que se iba alejando más allá de jardín izquierdo. Y la perspectiva de la tele no permitía, por un par de segundos, saber si era o no era.

Sí era. Un jonrón con un hombre en base. 7 a 6 favor Blue Jays. Se acaba el juego. Pero aún no... porque Joe Carter tiene que hacer el recorrido de rigor por las 4 bases, y aún no llega a 1a. cuando ya sabe que es campeón del mundo.

Y esa es la magia. Tener que hacer un recorrido de trámite, pero con la gente celebrando, mientras apenas vas a mitad del diamante, con ansías de llegar a home porque allí te espera toooodo el equipo para el ritual imprescindible, pero ya con la sensación de que lo has logrado, y mientras corres eufórico y chocas las palmas con el coach de la tercera base (que aunque no quisiera, tiene que dejarte seguir hasta home), el equipo contrario sigue allí, en el campo, desmoronado porque la jugada sigue pero ya no importa, porque el partido ya terminó pero no acaba hasta que llega Joe y brinca, resuelto y descargando la explosión contenida, sobre el plato.


Aquella sí, una justa corona para el rey de los deportes.






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